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A VER QUE ENCUENTRO
«Apá ¿y si vamos a la playa?», le dijo el muchacho a su padre.
«Hoy no mijo, hoy quiero caminar por las calles y saludar gente», le respondió el padre con esa voz acompasada y tranquila, que aún sonaba a pueblo. «Hoy quiero ver qué me encuentro, con quién me encuentro».
El hijo sonrió y entendió inmediatamente qué era lo que quería con sólo mirarlo a los ojos. Se notaba esa complicidad que nada más tienen los padres y los hijos.
Al día siguiente se había levantado temprano para llegar al lugar que lo vio nacer. Veintiún años de no ver a su madre y otro bonche más de no pisar esa tierra que, muchos años atrás, el hombre del Jumayo había llevado hasta ahí y apisonado. Todavía recuerdo que fueron muchas camionetas. Muchas “Mirindas”.
Caminó por el patio grabando cada una de las sensaciones que recorren el cuerpo cuando regresas a tus orígenes. Pudo ver la legañosa luz del foco que se dejaba prendido toda la noche para que los malos espíritus no llegaran hasta la casa.
«¿Cómo?», le pregunté a la Mujer de las Mil Historias esa vez que estábamos sentados en la mesa cubierta con un caucho todo deshilachado y tasajeado por los cuchillos y por el tiempo. Se tomó un tiempo para darle una gran mordida a su tostada de pollo. «Espera», me dijo con su mano regordeta y morena. La vi con detenimiento. Masticaba a toda prisa para platicarme la razón de dejar prendido un foco que diera hacia el patio y que de alguna manera protegiera la casa.
Pero, ¿Y qué hacían antes cuando no había luz?. «Usaban otros métodos». Me respondió así simple y llanamente. «Amarrabas un hilito rojo por aquí. Unos “ojos de venado” por allá. Colgabas unos bules en varios árboles. Enterrabas un machete en las esquinas o simplemente lanzabas unos conjuros a todo el patio. Ya sabes “medios distintos”», le espolvoreó un puñado de queso a su siguiente tostada y la bañó en salsa roja de jitomate. Porque han de saber que las tostadas en mi pueblo “se bañan”, se zambullen, se sumergen en salsa roja de jitomate sin chile. Que por cierto, el chile viene después: la única e inigualable “salsa huichol”.
«Virgen santísima, pero si eso me parece que es más Brujería que otra cosas».
«Más o menos” me respondió, «Protección ¡qué no me has escuchado!», eran formas que funcionaban para bien, porque espantaban a los malos espíritus y a la gente mala que era supersticiosa.
«¡Ah!, con que también la usaban para la gente de carne y hueso». Asintió lentamente y sonrió apenas. «Y luego pues se hizo la luz y pues era un elemento más que se unía a toda la cadena de protección».
«Mira tú qué listos», le contesté mientras le daba un trago largo a mi vaso de veladora lleno de agua de mango. «¡Vaya pues qué métodos!».
«Acuérdate que somos energía… buena», me señaló mi corazón, «y mala», dirigió su mirada hacia donde sólo ella y yo sabíamos que estaba almacenada esa mala energía.
Cerró sus ojos y levantó la cara hacia el claroscuro cielo. Un gallo hizo kikirikí y una parvada de patos pasó volando por encima de las palmeras. Sintió en su cara el fresco de la mañana, que como todos los días, eso duraría unos cuantos minutos porque después que el sol dejaba ver sus primeros rayos ¡Ay Dios!, aquello se volvería un infierno o lo que es lo mismo un calor de los mil demonios.
Se quitó los huaraches y caminó descalzo. Quería sentir aquella tierra que años atrás, muchos de ellos, le habían ensuciado sus dedos. Le había manchado sus ropas. Le habían entiesado los cabellos. Le habían hecho chillar sus ojos, toser y escupir saliva chocolatosa.
Caminó de frente. Tocó el árbol de guayabas, liso e irregular; el árbol del pingüico, áspero y de gritas pequeñas; las palmeras suaves y leñosas; el árbol de naranjas agrias, rasposo y agarroso. Respiró profundamente, sabía que hacer eso lo transportaría a su niñez. A cuando brincaba sobre un montón de paja, a cuando se tiraba sobre la grama del beis, a cuando se reunían en la esquina de con su abuela para contar historias de “sustos”, a cuando se sentaban afuera de la bardita de ladrillos rojos a espantarse los zancudos y el calor, a cuando salía a bañarse en la lluvia.
A aquellos tiempos. A los tiempos cuando reinaba la imaginación… su imaginación.
«¿Y a poco eso sirve?», le pregunté en tono retador. Detuvo por un instante su masticar de aquella crujiente tostada de pollo. Sí, “de pollo recién matadito” como diría Pachita Pérez. Me miró fijamente con esos negros, profundos y pispiretos ojos. Unos ojos que siempre sonreían aunque llorara. Unos ojos que, no sé mis hermanos, que creo que ellos dirían de diablo cuando estaba enojada, pero aún así a mí me parecía que sonreían… siempre sonreían.
«¡Tú crees que yo!», hizo énfasis en yo, «yo que soy tu madre ¿te voy a estar contando mentiras?, ¡Muchacho este!», le dio la última mordida a su tostada. Levantó su plato y sorbió el caldito de la salsa, «¡Uy no!, qué ricas me salen las tostadas ¿a poco no?», sus ojos sonreían… siempre sonreían.
«Ponle tú que funcionaran esas protecciones», le dije.
«No empieces», me dijo mientras buscaba un quién sabe qué en quién sabe dónde.
«Espera», le respondí. Se detuvo y me volvió a mirar limpiándose el sudor de la frente con la eterna toalla luida de color amarillo que cargaba en el hombro. «Pero y qué tal que lo que se acercara era algo físico, no sé, un ladrón, un ratero, alguien que quisiera hacer un mal más… digamos material».
«¡Ah no bueno!, esas cosas tienen solución», me señaló con su mirada un viejo y herrumbroso rifle que estaba abandonado en un rincón y que yo alguna vez lo había portado cuando se festejaba el día de la revolución, «Como diría el hombre del Jumayo, un par de carabinazos y no se vuelven a acercar».
Solté la carcajada. La plática había terminado, por lo pronto.
El muchacho siguió caminando en aquella mañana que particularmente estaba sola, pocas personas se miraban en las calles pedregosas. No se sorprendió. A lo mejor nadie esperaba su sorpresiva visita después de tantos años sin ir a su pueblo. A lo mejor aquellos que lo esperaban todavía con vida se cansaron de esperar y mejor se fueron. Se puso triste. Suspiró profundamente. Se detuvo por un instante frente aquella casa vieja y a punto de derruirse. No aguantó las ganas de llorar. De pronto y de la nada sucedió lo que había escuchado decir. “Todos somos energía, buena y mala”. Abrió sus ojos y entonces los vio: A su indígena abuela, a si tía que siempre le regalaba un par de pesos para la escuela, a su padre, el hombre del Jumayo, a su abuelo de ojos “aindiados”, a su bisabuela de enormes trenzas, a su bisabuelo grandote y recio, pero también la vio nuevamente a ella… a la Mujer de las Mil Historias que le señalaba su corazón “tú eres energía de la buena que no se te olvide”.
Entonces se acordó que encontró a sus orígenes. Se vio reflejado en la apacible agua del estero que se atora entre los cuatantes.
Se encontró así mismo.
Lo. Puga
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