LA DECISIÓN
UNO
Se tiró entre el surco de tabaco. Las matas ya habían sido cortadas. Sólo quedaban los puros tronquitos que si los mirabas desde abajo parecerían pequeños soldaditos formados y firmes esperando marchar hacia la plaza o hacia el paredón. Estiró sus brazos para tocarlos y aspirar ese olor hipnótico que causa la tierra, la mañana y el aire impregnado de tabaco. Miró al cielo por unos segundos y luego cerró sus ojos. Una chicurra se paró en el árbol de mango. Un aleteo recio y un graznido seco se escucharon. Un poco más allá estaba el pimientillo, lleno de cocochitas que con su característico “uo”, repetido y triste hacían más melancólico el momento.
Se incorporó sobre sus “sentaderas”.
DOS
¿Sentaderas?, le dije a la Mujer de los Mil Animales en esa ocasión que estábamos tomando un café con leche con medio pan. El pan estaba un poco entre corrioso y chicloso. Me respondió con un ¡mjú!, cuidándose de que no se le fuera a salir el pan y su café de la boca. Se llevó la mano hacia allá para sostenerlo.
“¡Ay esta boca que ya está toda floja!”
“O sea que eres bocafloja” solté el chascarrillo. No le pareció porque, me dijo, que ella podía ser todo menos boquifloja, pero que al mismo tiempo se arrepentía de no haberlo sido.
¿Cómo?, le pregunté mientras quitaba las trancas que sostenían esas maderas viejas y pesadas que tenía por puerta, se notaban caras y que en algún momento encajaron a la perfección en la vieja casona de ladrillo rojo que tenía por techo. Ahora, ya nomás eran recuerdo… como mucho de lo que estaba colgado en la pared y sobrepuesto en algunos rincones de por aquí y de por allá, como el oxidado trastero blanco donde iban los trastes de uso cotidiano o como el refrigerador con aspecto galáctico que no guardaba más que alguno que otro bote con algún encurtido que no necesitaba refrigeración porque ese aparato ya no helaba ni el corazón.
”Sí, me hubiera gustaba mentarle de madres a tu tío cada vez que me metía un chingadazo y haberle dicho sus cosas por andar con el montón de mujeres de aquí y de allá”, me dijo de pronto. Se le notaba que eso le incomodaba un buen pero que la liberaba mucho más, así que la dejé que despotricara en contra de ese hombre, que digamos “se había fijado en mí. Yo tenía unos 14 años. Era una niña, pero en aquellos amaneceres nadie reparaba en eso. Eras presa fácil de todo mundo y aparte sin padres…”.
“Pero… ¿los habían adoptado que no?” Movió lenta y tristemente su cabeza. Fijó su mirada en algún punto del corral. Afuera, la temperatura subía sin cesar hasta convertirse en ese típico calor de los mil demonios. Le dio otra mordida al chicloso y corrioso pan. Las chicurras graznaban sobre el tabachin. Ahora sí eran muchas. También ululaban un montón de cocochitas que habían llegado al árbol de mango, sí el de los mangos chapeteaditos.
“Sí. Nos había adoptado nuestra madrina Gabe”, asentí con una sonrisa. Aunque esa madrina Gabe siempre había sido un misterio para mí, la mencionaba tantas veces pero nunca la describió, incluso la mujer que huele a canela y miel tampoco me habló de ella.
“Aunque ella se había hecho cargo de nosotros tres, en el pueblo se hacía lo que el hombre decía y hasta la fecha, ya ves a tu madre que la traen de aquí para allá y de allá para acá…”, hizo una pausa para ver mi reacción. Sus cansados ojos me miraron con mucho detenimiento, como si de un algoritmo informático se tratara y me estuviera “tomando” mis biométricos. Me puse triste. Bajé la cabeza. Jalé moco y le di una mordida a mi medio pedazo de pan. Lo mastiqué por lo bajo. Ella se dio cuenta inmediatamente y me puso su helada mano sobre mi hombro “pero tú estás aquí. Revelándote contra todo eso que tu madre no ha podido. ¡No sabes el gusto que me dio cuando les dijiste que no ibas! Saliste corriendo con tanta fuerza que casi me tumbas. Luego me abrazaste”, me tomó de la barbilla y me miró con sus ojos llenos de lágrimas, “antes no lo podíamos hacer, o era eso o eran los golpes, porque ni siquiera te dejaban para que te las arreglaras sola.” Hizo una pausa larga como esperando que las frases le volvieran a llegar a su cabecita blanca. Le di un sorbo nuevamente a mi vaso de café con leche.
“Cuando eres mujer, indígena y huérfana. Todo se vuelve más complicado, no te digo que en aquellos tiempos nomás porque se les antojaba te levantaban de la nada, te trepaban a su caballo y te llevaban a su casa. Ese era el matrimonio para muchas de nosotras. Algunas le tocaban buenos maridos pero para otras más nos encontrábamos con el mismísimo hombre con máscara de ángel pero con cara de diablo que estaba resguardando las puertas del infierno, ¿Para qué te llevaban a su casa si te iban a tratar mal, a golpearte, a gritarte, a decirte que la comida que haces no estaba buena, que la ropa no sabías plancharla, que no sabía agarrar un machete -que ganas no me faltaron y darle unos buenos catorrazos-“; puse mis ojos como platos. Parpadeé un par de veces.
“Pero pues nunca me atreví. Era una cobarde y..” dio un golpe en la mesa y todo se cimbró. Las dos cucharas que estaban dentro del vaso de veladora, se salieron de ahí, Yo traía mi taza de café en la mano, pero eso no hizo que pegara un brinco, asustado, casi me echo encima todo. Un par de huevos que estaban en la orilla no tuvieron tanta suerte. Se llevó su mano a la frente y se volteó mascullando algo “Mal’aya tu máscara del demonio”. volví a sentir un llanto contenido, atrapado.
“No, no lo eras”, la detuve “eras apenas una niña de 13 o 14 años. Aparte las circunstancias y los tiempos no ayudaban mucho, era un México revuelto, con orden allá en la capital, pero al interior con desventajas hacia ustedes”, luego de que se le hubo pasado la rabia me miró con mucha atención con esos ojos que le lloraban todo el tiempo. Tomó su eterna toallita azul y se los limpió. “Ay estos ojos tan chillones”, cuando hacía eso yo no sé si estaba verdaderamente llorando y se aguantaba o efectivamente era porque “así nomás, de pronto le empezaron a llorar”. Yo siempre sospeché que no, en esas lágrimas había muchos sentimientos guardados, resguardados y a punto de explotar.
Luego se levantó y prendió la estufa con unos cerillos de esos de “La central”, que traían a una señora que no tenía manos. Esa señora estaba ladeada un poco a la izquierda. Un tren venía bufando a todo vapor a la derecha y al fondo un edificio griego que El Vale luego me dijo que era “El Partenón” y que estaba en Atenas. Esa imagen para mí siempre fue enigmática. Yo sabía que los griegos habían inventado muchas cosas, que el ferrocarril significaba progreso y que esa mujer sin manos “grandota”, al lado del tren quería decirnos algo, ese algo como que el destino debía ser “femenino”, pero pues yo era un niño y sólo interpretaba lo que veía imaginando cosas.
“¿Quieres un huevo con frijoles?” Asentí. Así hacía siempre cuando la incomodidad llegaba a un límite, como si la cotidianeidad fuera un escudo que las hacía olvidar aquellos momentos o a lo mejor era cierto aquel dicho que decía que el tiempo todo lo cura, aunque yo agregaba sin decirlo “pero también las mata”.
TRES
Después de estar un rato sentada en medio del surco de tabaco y “sopesando” la situación, se levantó. Se sacudió el montó de hojas secas de tabaco que se le habían pegado a su blanco vestido lleno de flores que también eran blancas pero más brillantes y más resaltadas. Consideró que ya sus ancestros le habían comunicado a través de la tierra, del aire, del cielo, del tabaco y de los pájaros lo que debería hacer.
Tomó su bolsa de plástico con tejido en colores ocre. Se giró sobre su propio eje. Miró hacia el suelo a donde estaba acostada y se despidió de la mujer temerosa. Ahora sí debía afrontar las consecuencias, fueran las que fueran, vinieran como vinieran.
Ahora sí, había tomado la decisión, muy peligrosa para su tiempo, pero no, ya no estaba dispuesta a seguir soportando el maltrato. Se fajó bien su vestido y se enfiló hacia el camino polvoso.
Lo. Puga
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EXCELENTE COMO SIMPRES TUS RELATOS Y VIVENCIAS, GRACIAS POR ESOS DETALLES QUE EN ALGÚN MOMENTO NOS TRASPORTAN A NUESTRAS VIVENCIAS Y PASAJES DE NUESTRA INFANCIA. GRACIAS.