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LA MUCHACHA DEL CUADRO
Ya no pudo más y se derrumbó a unos pasos del árbol seco de guayabas. «Dicen que daba unas guayabitas con el centro rosado, muy ricas», interrumpió la Mujer de las Mil Historias su propio relato, yo estaba literalmente congelado, con las manos heladas cuando sucedió eso o a lo mejor me estaba sintiendo que ese relato, esa sangre que brotaba a borbotones, me estaba realmente asustando y por eso decidió detenerlo.
- ¿Y ahora? Qué pasó ¿A qué se debió ese pseudo comercial muuuy forzado?. No dijo nada sólo me echó unos ojos de matadora. Me callé.
Hizo un nuevo intento de continuar, “No quería caer en manos de esos
, porque sabía exactamente a qué se atenía si se desmayaba. Le habían contado que te revivían con alguna sustancia para que vieras y sintieras todas y cada una de esas cosas que según ellos les debías. Y miren que ese muchacho debía muchísimas”.
Semiinconsciente se arrastró hasta el despeñadero. Cerró los ojos y se lanzó al montón de piedras filosas para caer justo ahí donde la olas bufaban y la espuma se empezaba a acumular cual baño de burbujas. Mientras caía iba haciendo un inventario de todas esas que debía, no sé si le alcanzarían esos escarpados 50 metros. «A lo mejor despertó a una que otra gaviota que a esas horas de la tarde se encontraba ya acurrucada en su nido», me volvió a sorprender esa capacidad para meter comerciales de media noche y hechos con bajísimo presupuesto. Esta vez no hice aspavientos.
«Antelmo “La Sombra” Gutiérrez, le llamaban», me dijo la Mujer de las Mil Historias aquella vez que estábamos cortando mangos chapeteaditos del árbol de con la Mujer de los Mil Animales. Recuerdo que era un día de esos calientes y secos de mayo. La tierra se levantaba ante la menor provocación de un desnutrido y somnoliento vientecillo. La talega de cuadros rojos ya casi se llenaba.
”Pues qué vamos a vender o qué”, le dije en tono de broma.
«¡Ay!, ¡Ay!, ¡Ay!, no empieces con tus indirectas, son para que lleves a México ya ves que allá están recaros y aquí mira, son gratis».
Yo sudaba a chorros. Hacía tiempo que no me pegaba el sol de lleno durante tanto tiempo. Ella también, pero estaba acostumbrada a esos calores de los mil demonios, incluso cuando venía a la Ciudad y hacía un frío del carajo, ella siempre me decía que “estaba fresco”.
Nos sentamos en la sombra del tejabán que tenía cerca de la pila de agua. Un montón de láminas ruidosas y encaramadas unas de otras ¡todas agujereadas!. Vertimos el contenido de la talega en el lavadero y enjuagamos los mangos nomás mientras se les caía la tierra y alguna que otra araña aplastada, que en el despiste, el gancho de la palapa se la había llevado de corbata.
“Y quién era ese Antelmo Gutiérrez, que mira que el nombre me suena a revolucionario o cristero o alguien de aquellos tiempos”.
Ella le dio un mordisco a su mango con sus dientecillos de ratón y emitió un ¡mmmm!, que a leguas se notaba que estaba delicioso. «Dicen que un maleante y buscapleitos que le encantaba transear a la gente».
“Se dice transar, no transear, es sin la a”.
«¡No empieces!», me dijo en tono retador. Me limité a levantar los hombros y a darle las últimas repasadas al hueso greñudo del segundo mango. Lo inspeccioné para cerciorarme que no le quedaba nada de carne.
«¿Y ora tú, qué tanto le buscas al hueso, ya no tiene nada ¡agarra otro!».
“Es que estoy revisando a ver si no le queda un poco más de carnita”.
«No se dice carnita, se dice pulpa», le reviré con una mirada de sorpresa. «¿Ah verdad?, si yo también fui a la escuela», sonreí y ella continuó el relato.
«Sus perseguidores ni siquiera se molestaron en cerciorarse si quedaba vivo o no. Incluso uno de ellos dijo con esas voces de malosos de película -Con los cuatro carabinazos que le metí va a ser suficiente-, revisaron toda la casa que de por sí ya estaba hecha chiras, vieron su mano pintada en la pared donde estaba el cuadro, dentro ya no encontraron lo que buscaban. Ese cuadro era de una muchacha joven de mirada de esas que se quieren comer el mundo. Sonreía. El viento le meneaba el pelo y un listón de color amarillo ondeaba graciosamente. Estaba parada al lado de un árbol de guayabo. Había levantado la mano para tocar unos retoños. Era tiempo de aguas porque el pitillo se veía verde y crecido. Justo atrás de ella un inmenso mar azul y unas marcadas nubes, de esas que parecen algodones de azúcar. A tan sólo unos pasos un acantilado que bufaba cada vez que las olas se rompían». La Mujer de las Mil Historias detuvo su relato, volteando a ver la luna del espejo que estaba empotrada en el ropero donde guarda su ropa y suspiró. Un par de lágrimas rodaron por su mejillas.
«¿Quieres que te enseñe algo?», asentí lentamente porque iba de sorpresa en sorpresa, tomo la llave de la puertita donde estaba empotrada la luna del espejo. Esas llaves me llamaban la atención porque eran extrañas, redondeadas y que de niño siempre me parecían que abrían portales mágicos. Despegó una fotografía medio quemada y desgastada y me la mostró. Yo quedé con los ojos como platos. Luego la volteé a ver. Ella asintió.
«Luego quemaron la casa y sí, ese muchacho debía muchas». Silencio.
Lo. Puga
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