LOS HUARACHES DE AHORCAPOLLO
Descorrió la puerta hechiza que estaba hecha de tablas de “java”. Estiró los brazos para desperezarse. Se sentó por unos segundos en el batientito entre el cuarto y el patio. Volteó al jardín improvisado que tenía la mujer de las mil historias pegado a la barda de ladrillo rojo corroídos por el salitre de con Juan Bernal. Se agarró su cabello color caoba todo enmarañado con una de esas ligas que se había comprado en “la target” de los Estados Unidos, eran de colores vibrantes. La cola que se hizo le quedó toda chueca y boluda, pero pues no le importaba tanto.
“Que al cabo nadie me va a ver”.
Se dirigió al fregadero y se puso a lavar los trastes del día anterior que habían cenado frijoles, y que el día anterior a ese también y el anterior a ese también, toda la semana llevaban así. Suspiró, tenía oportunidad de regresar, de dejar todo atrás y volver a empezar, pero ya llevaba a alguien en su interior. Tomó el estropajo hecho de pedazos de hilillo y empezó a tallar cada de los despostillados platos que estaban amontonados en el lavadero. El agua estaba fría, “serenada”. Volvió a dudar. Volteó a ver hacía la calle. Se dio la media vuelta. Se limpió el jabón en su desgastado vestido. Dió un paso y luego otro.
Sus huellas se iban dibujando en esa tierra salitrosa y color chocolate. Quedaron marcadas en el recién barrido patio, se dibujaron gruesas y definidas. Sus pies rosados habían quedado todos empolvados. El sol apenas dejaba ver sus primeros rayos. Luego vaciló nuevamente.
“Prometo amarte y respertarte toda la vida”.
Suspiró nuevamente, esos rayos del sol que le daban directamente en la cara le dijeron que algo bueno pasaría, quizá hoy mismo, quizá mañana, quizá dentro de muchísimo tiempo o quizá nunca, pero aún así se dio la media vuelta y se volvió a dirigir al fregadero.
Al fondo del patio vio a la mujer de las mil historias barriendo debajo del guamuchil y el moral con su escoba de malva.
“Son las que mejor barren”.
En cuanto la vio corrió hacia ella.
“¿Pero qué haces?, ¡ay muchacha!, no, no, no, deja ahí, yo ahorita los lavo, mira, que al cabo ya mero termino de barrer”.
Sonreíste y continuaste tallando los trastes. Se acercó a ti para quitártelos de las manos. Tenías las manos heladas por el agua serenada.
“Y aparte lavando con el agua de ayer. Esta es agua serenada mija, ya le cayó quien sabe cuanta cosa. Eso…”, dijo muy concienzudamente “no lo vuelvas a hacer, porque…”, tomando el recipiente que contenía el agua y lanzándolo al patio recién barrido “te puede dañar, es mejor que se vaya de nuevo a la madre tierra para que se filtre y la limpie de cualquier cosa mala que le haya caído. Es mejor que saquemos nuevamente agua del pozo que además de estar calientita…” tiró el aboyado balde dentro del tiro de agua que hizo “¡chuc!”, luego jaló de la cuerda “esta agua está bendecida, porque ya circuló por debajo de la tierra y se limpió. Así que…”, vació el contenido en otro balde color lavanda que se había sacado en la feria del Señor de la Ascención repleto de galletas Cuétara un domingo por la tarde “esta agua…”, dijo muy bajito y volteando hacia todos lados “ni la propia que hay en los templos” soltó una risita y se colocó un dedo entres sus labios desgastados y café.
“¡Ay pero mira nada más muchacha!, andas descalza ¿y luego?, a poco este muchacho no te ha comprado unas chanclas !tan baratas que son!, no, no, no, le voy a tener que jalar las orejas”, ella se quitó las suyas, las lavó muy bien con agua bendita sacada del tiro de agua y te las ofreció. Las correas las sujetaban un alfiler de esos de los grandotes para que no se zafaran. Ya tenían varias grietas a los lados. “Tú no puedes andar así, no estás acostumbrada ¡ay muchacho del demonio!”, te le quedaste viendo un rato y la abrazaste y te susurró al oído “¿cuánta pobreza verdad?”, asentiste y dijiste “pero así los amo, a usted y a su hijo”. Se limpiaron las lágrimas en ese silencio cómplice. Luego ella recogió algunos leños. Prendió el fogón. Centró la olla con los frijoles y se puso a echar unas tortillas. Tú pusiste a asar unos jitomates y un par de chiles que vertiste en un ancestral molcajete para hacer un rica y humeante salsa molcajeteada.
Luego de desayunar, la mujer de las mil historias se calzó unas bastante correteadas sandalias “de salir”. Se le notaban algunos remiendo por algunos lados. “Voy a ir a Santiago a hacer algunos mandados y a sacar un dinerito que tengo ahí guardado ¡para hacer un molito rojo mañana!, ya ves que es día de tu santo y ¡pues no puede pasar desapercibido! Nos va a quedar de rechupete. Ya ves que a mí los molitos rojos me salen re bien”, sonreíste.
A la mañana siguiente, el día estaba ya caliente. Te sentaste al borde de la cama, como era domingo, el vale aún roncaba despatarrado. Lo volteaste a ver y suspiraste, luego te amarraste tu cabello en una coleta. Te desperezaste. Rebuscaste tus chanclas que te habían prestado pero no las encontraste. Levantaste los hombros. Suspiraste hondamente. Sentiste lo caliente de la tierra en la planta de tus pies. Descorriste la hechiza puerta de tablas. La mujer de las mil historias ya estaba en el pretil echando unas deliciosas tortillas. Te abrazó con las manos llenas de masa y te deseó todas las cosas buenas del mundo. Te sentaste en la silla por un momento, luego te dirigiste a la tinaja a beber agua. Justo en el lugar donde te sentabas a comer había un envoltorio de rosas rojas y de color rosado. Cerca de él un pedazo de papel maseca con una letrota grande y malhechota que decía “Feliz cumpleaños Alma”.
Desamarraste el envoltorio y dentro venía un par de chanclas de ahorcapollo amarillas. Nuevecitas. Cero kilómetros.
Sonreíste de felicidad.
Lo. Puga.