San Juan Chamula: El Sincretismo de una Fé con sus propias reglas.
Por Luisa Miranda
La primera luz del amanecer pinta las nubes en el horizonte por detrás de las altas montañas. Pareciera como si el intenso resplandor naciente del sol fuera expulsado por un agujero invisible ubicado en el oriente.
Desde la ventanilla del autobús puede divisarse, a lo lejos, la cruz de la iglesia, que predomina sobre el paisaje del poblado como si pregonara su importancia.
Antes de llegar, hacemos un alto en el camino. Bajando del autobús, el viento frío nos azota la cara. Ante nosotros, la panorámica de San Juan Chamula. Un lugar en donde el sincretismo entre las tradiciones prehispánicas y la cultura y la religión española se evidencia.
Ya en el pueblo, mientras el guía de turistas realiza los trámites necesarios ante las autoridades del lugar para que nos permitan el acceso a la iglesia, el numeroso grupo de 32 personas, nos dispersamos en la plaza principal y luego nos reagrupamos en pequeñas bolitas, buscando evitar el intenso frío. Nos encontramos a 2,260 metros sobre el nivel del mar, en la parte más elevada de los Altos de Chiapas, en donde la temperatura media anual es 13.7° C.
Por fin el guía regresa con el permiso y nos encaminamos hacia la muy famosa iglesia, entre las miradas curiosas de los lugareños, vestidos de manta y lana, para los cuales somos como seres de otro mundo que vienen a interrumpir su tranquila monotonía.
Algunos nos ofrecen al paso cintas coloridas y rebozos que ellos mismos tejen en lana, y por los cuales piden “lo que usted quiera dar”, esto, después de nuestra primera negativa al escuchar el precio inicial. Lo que en un primer momento no entendemos, es lo real de su ofrecimiento, ya que en su comunidad aún existe la ancestral práctica del trueque.
Entre todo ese barullo, llegamos sin sentir, a las puertas del templo de construcción austera y blancas paredes encaladas. El guía de turistas nos reúne y, más que pedir, nos suplica: “Pongan mucha atención a lo que van a ver, pero, por favor, procuren guardar el mayor respeto, la gente aquí es muy reacia, sólo observen prudentemente… ¡y por ningún motivo se les ocurra intentar tomar ni una sola fotografía!” … esto último me suena a riesgo mortal y mejor cierro discretamente mi cámara.
Sólo de trasponer la entrada nos invade una desconcertante atmósfera mística: El interior es un perfecto rectángulo en semipenumbras, sólo rotas por un par de gruesos haces de luz que penetran el recinto por igual número de encumbradas ventanas. De cada uno de los altos y blancos muros laterales cuelgan dos grandes lienzos que se unen en el centro de la nave y dan un aspecto de velas de barco antiguo. El frio de afuera se ha convertido aquí en una calidez que acaricia y tiene un aroma delicioso a pino e incienso.
Recién terminan nuestros ojos de acostumbrarse a la poca luz, comenzamos a avanzar. Con nuestra entrada interrumpimos, a pesar de nuestro paso sigiloso, los rezos de la gente -entre los cuales, por cierto, no se encuentra una sola mujer-, ellos voltean a mirarnos extrañados, sin embargo, seguimos valientemente nuestro camino hacia el altar.
Es esta una iglesia muy peculiar. Para empezar, faltan las clásicas bancas adustas de madera que estamos acostumbrados a ver en sitios como estos. Las suplen hojas (tipo agujas) de pino esparcidas por todo el suelo, que funcionan a la vez como alfombra y como asiento, ya que sobre ellas se encuentra sentado un grupo de tres adultos varones en torno a una botella de vidrio de Pepsi-Cola, bebida muy consumida dentro del templo, ya que es considerada sagrada. Más allá un par de niños corretean.
Al levantar la vista, observamos un enorme cristo, ubicado en el altar al fondo del recinto, un cristo que parece dominarlo todo desde su privilegiado sitio de honor. Lo vemos a través de la blanca nube de humo que flota en el amiente. Continuamos avanzando.
A cada orilla del recinto se encuentra una hilera de santos, que en sus respectivas urnas de cristal ofrecen un aspecto desconcertante: Sus rostros han sido pintados por manos no tan hábiles, lo que hace que presenten expresiones extrañas de infinito dolor, angustia o tristeza. Además, sus ropajes de colores intensos se enciman en gruesas capas sobre ellos (al parecer cada año les ponen nuevos atuendos, sin quitar los anteriores). Otro desconcertante detalle los distingue: Llevan, cada uno de ellos, un pequeño espejo colgado del cuello, nos reflejamos en él tratando de adivinar qué significará… ¡Todo es tan extraño en este lugar!… Sin embargo, este calor tan especial, el aroma a pino y la reconfortante paz que nos invade…
A los pies de los santos, cientos de pequeñas y delgadas velas encendidas, sobre mesitas de madera o en el piso, pegadas tan sólo por su propia cera, sus llamas iluminan y brindan calidez en el cuerpo y en el alma. Me percato de que hay un par de ellas sin encender y, como ya para entonces el misticismo del lugar me ha envuelto totalmente, le pregunto a un hombre local que está junto a mí, si puedo encender una… me responde que no.
Ahora estamos bajo el Cristo del altar, la gente –ya resignada a nuestra presencia—ha vuelto a sus rezos. A nuestro lado, dos hombres inclinan la cabeza frente a una virgen de rostro piadoso, uno parece estar pidiendo perdón en nombre del otro, que se muestra afligido y arrepentido. El que está rezando lo hace con un fervor que casi raya en el llanto… y aunque no entendemos la lengua Tzotzil, nos conmueve la escena, quizá no comprendamos las palabras, pero la Fé es evidente.
… De salida, y con todo lo que he visto a mis espaldas, escucho aún el resonar de los ecos incesantes que, en Tzotzil, festejan un cristianismo mezclado con creencias ancestrales.
***Crónica datada en junio de 1994